miércoles, 30 de junio de 2010

Cuerpo, género, agencia y subjetividad

Ana Sabrina Mora
Ponencia presentada en las V Jornadas de Sociología de la Universidad de La Plata.

Me encuentro realizando una investigación etnográfica acerca de la construcción de cuerpos y de subjetividades en relación al proceso de formación en danzas clásicas, danza contemporánea y danza – expresión corporal. En esta ponencia me propongo presentar algunos avances de la construcción del marco teórico de dicha investigación. Me centraré en la cuestión de la agencia y en el rol que ésta cumple en la conformación de subjetividades y de experiencias corporales, tomando en cuenta perspectivas teóricas provenientes de la antropología del cuerpo (particularmente, la aproximación fenomenológica del embodiment), y de la teoría del género; y discutiré los alcances y limitaciones de la perspectiva de género para abordar el análisis del cuerpo y de la danza.
Diversas investigaciones del campo de la teoría del género se han ocupado de la exploración de los procesos de construcción de sujetos dentro de la estructuración de géneros como red de relaciones de poder y de desigualdad; y también han considerado los múltiples mecanismos de agencia y de resistencia, tomando en cuenta tanto las confrontaciones y las rupturas, como las formas de agencia más acotadas, centradas en los cambios en las subjetividades y en las experiencias individuales. Por otro lado, las investigaciones socioantropológicas sobre el cuerpo se han ocupado de analizar las vinculaciones entre las experiencias, las representaciones y las prácticas que tienen lugar en torno al cuerpo y desde el cuerpo. En el cruce entre estas perspectivas, he encontrado herramientas teórico-conceptuales de utilidad para comprender los complejos procesos de construcción de cuerpos y de subjetividades.

Cuerpo, agencia y subjetividad
En el análisis de las experiencias y sus conexiones se ve que el cuerpo produce subjetividad, produce formas especiales de vincularse con el mundo y con los otros, produce conocimiento. No hay duda de que el cuerpo es producido desde una historia colectiva, desde una biografía personal, familiar y vincular, desde un contexto histórico, desde un grupo social, desde situaciones, relaciones, miradas y controles. Pero el cuerpo no es sólo receptor, el también produce, desde él se produce. Con el cuerpo también se conoce, y a la vez lo que nos pasa en el cuerpo impacta en la construcción de nuestra subjetividad.
En las dos últimas décadas, el concepto de embodiment ha tenido una creciente importancia en la antropología del cuerpo. Ha sido definido por Thomas Csordas (1993) como la condición existencial en la cual se asientan la cultura y el sujeto. A esta perspectiva le sigue un enfoque metodológico, la fenomenología del cuerpo, que se basa en el reconocimiento del embodiment como sustrato existencial de la cultura y el sujeto (“necesario para ser”), y en el cuerpo (en el sentido de cuerpo viviente, es decir, en su dimensión biológica y material) como punto de partida metodológico más que como objeto de estudio. Los estudios sobre embodiment, de este modo, no son solamente estudios sobre el cuerpo, sino sobre la cultura y la experiencia, entendidas partiendo del ser-en-el-mundo corporizado (embodied); buscando sintetizar la inmediatez de la experiencia corporizada, con la multiplicidad de sentidos culturales en que estamos inmersos (Csordas, 1999).
Michael Lambeck (1998) ha afirmado que tanto las experiencias monistas como las experiencias dualistas son inherentes a la condición humana. Propone la existencia de un dualismo universal presente en el pensamiento en todas las culturas, entendiendo al dualismo cartesiano como su versión occidental. El dualismo no siempre toma la forma de cuerpo/mente, es decir, cuerpo y mente no son categorías universales, pero sí existe siempre más de una categoría (por ejemplo, la tríada cuerpo/mente/espíritu, o la división entre cuerpo activo y cuerpo vegetativo, entre otras posibilidades) para hablar de los dominios que cubren esos dos referentes. Reconocer el dualismo mente/cuerpo no quita que este dualismo no pueda ser trascendido en la práctica, y tampoco implica asumir una distinción tajante entre fenómenos estables que se relacionan de modo definitivo. Considerando el caso de la oposición que hacemos entre mente y cuerpo, Lambeck entiende que éstas no son categorías contrarias ni opuestas, sino inconmensurables; es decir, esas categorías no pueden ser medidas desde un criterio común, ni existe entre ellas una posición intermedia, ni se excluyen la una a la otra, ni cada una es la ausencia de la otra, ni son suficientes cada una por su lado para describir la experiencia humana; mente y cuerpo están implicados uno en el otro, no hay uno sin el otro.
Esta inconmensurabilidad entre mente y cuerpo sugiere que podrán ser producidas tanto ideas monistas como dualistas en relación a la experiencia humana. Como la experiencia humana tiene algo genuinamente dual, entonces los términos para expresarla son inconmensurables.
La mente/cuerpo puede enfocarse partiendo desde el modo en que es representado en la mente, o desde el modo en que es incorporado, vivido en el cuerpo. Aún cuando en la mente podamos distinguir mente de cuerpo, convergen en la práctica. Así, “si, desde la perspectiva de la mente, el cuerpo y la mente son inconmensurables, entonces desde la perspectiva del cuerpo, están integralmente relacionadas” (ibid.: 112). Los cuerpos sirven como íconos, índices y símbolos de la sociedad y de los individuos, pero no son sólo eso. En todas las prácticas situadas, las personas y por ende las relaciones sociales no están simplemente significadas sino activamente constituidas por los cuerpos. La subjetividad y la socializad imparten significado al cuerpo y hacen que el cuerpo sea posible; pero también es cierto que el cuerpo no es sólo su representación, y que tiene un carácter productor de la subjetividad y de la socializad.
La cuestión, en suma, no es dar vuelta los valores de la ecuación cartesiana o de trascender el dualismo celebrando el cuerpo a expensas de la mente o reduciendo las categorías mente/cuerpo a una sola entidad. Sino de ver siempre a cada uno a la luz del otro, y tomar en cuenta las dimensiones productivas de esta relación de inconmensurabilidad. Aún entendiendo al embodiment como la conjunción de la mente y el cuerpo, podemos reconocer que las prácticas corporizadas (embodied) son llevadas a cabo por agentes que pueden producir una objetivación conceptual sobre esas prácticas. El embodiment siempre deja abierta la posibilidad para la auto-reflexión y para comprender las implicaciones de las posibilidades de agencia. Los modos en los cuales se establece la dialéctica del cuerpo y la mente “da forma a la experiencia, modela la personalidad y la conexión social, y apoya la agencia en las instituciones políticas, morales, religiosas y terapéuticas” (ibid.: 118).
Tanto la perspectiva de Csordas como la de Lambeck (a las que podemos sumar los posicionamientos de Jean y Jonh Comaroff o la de Michael Jackson, entre las más salientes), son herederas de Maurice Merleau-Ponty, y, más recientemente, de la perspectiva analítica de Pierre Bourdieu y su énfasis en el nivel de las prácticas. Han trabajado a partir del concepto de habitus, y su énfasis en la naturaleza incorporada (embodied), performativa y mimética de la internalización, y especialmente a partir del potencial generador del habitus corporal.
Bryan Turner, Steven Wainwright y Clare Williams han resaltado las semejanzas entre el concepto de habitus y el de embodiment. Se apoyan en el modo en que Bourdieu liga la práctica, y con ella la agencia, con la estructura de campos y capitales, a través del proceso de habitus, entendidos como “constantemente creados y replicados por las conexiones recíprocas entre agencia y estructura” (2006: 547). La agencia tiene que ver con las dimensiones dinámicas y potencialmente transformadoras del habitus. Considerar estas dimensiones generadoras del habitus, y no sólo su carácter reproductor y determinante, permite ver que suele dejar algún lugar para maniobrar, pudiendo generar cambios lentos o incluso abruptos; por ejemplo, la posibilidad de cambio puede residir en el componente reflexivo que puede existir en un habitus. La ligazón entre habitus y embodiment está dada porque ambos permiten dajar de pensar en mente y cuerpo, y también en acción y estructura, como categorías separadas, y por el hecho de que los cuerpos expresan el habitus del campo en que están situados.
En síntesis, los desarrollos actuales de la antropología del cuerpo (especialmente, las perspectivas basadas en el embodiment), abren el juego a las posibilidades de agencia que residen en el cuerpo/mente. Propongo enriquecer estas perspectivas con investigaciones del campo de los estudios de género que se centran en la cuestión de la agencia, a través de enfoques que despliegan la matriz teórica de Michel Foucault.

Perspectiva de género
Siguiendo a Joan Scott, el género puede ser definido tomando en cuenta dos dimensiones constitutivas: “el género es un elemento constitutivo de las relaciones sociales basadas en las diferencias que distinguen los sexos, y el género es una forma primaria de relaciones significantes de poder” (1993: 88). Como elemento constitutivo de las relaciones sociales basadas en las diferencias sexuales, el género comprende cuatro elementos interrelacionados: los múltiples símbolos y representaciones culturalmente disponibles; los conceptos normativos, que proporcionan interpretaciones aceptadas de los símbolos, y se expresan en doctrinas que prescriben los significados asociados a lo masculino y a lo femenino; las nociones políticas y las instituciones y organizaciones sociales; y la identidad subjetiva. Mientras la primera parte de la definición podría aplicarse también a otros clivajes constructores de desigualdades (como las clases sociales, la raza, la etnicidad o la edad), la segunda corresponde específicamente a una teorización sobre el género, al afirmar que éste es la forma primaria de las relaciones de poder. Como la diferencia sexual es entendida socialmente como la forma primaria de toda diferenciación significativa, entonces el género cumple un rol crucial en la organización de la desigualdad, dada su función legitimadora de las desigualdades sociales, al facilitar la decodificación de diferentes formas de interacción humana; la relación naturalizada (es decir, construida socialmente pero representada y experimentada como natural) entre varón y mujer, se encuentra en la base de la comprensión y de la legitimación de otros tipos de desigualdad.
Con el surgimiento de los Women Studies en Estados Unidos en los `70, el género, en tanto categoría central de la teoría feminista, fue definido como el modo de organización social de las relaciones entre los sexos, o como la construcción social de la diferencia sexual. El énfasis estuvo puesto en marcar que las características asociadas a cada uno de los sexos y los modos de relación entre ellos no provenían de un designio natural, sino que eran construidas de acuerdo a un determinado contexto sociocultural. Esto implicaba enfrentarse a la subordinación de las mujeres, basada en su inferiorización. Los sistemas de género, más allá de sus particularidades culturales, son sistemas binarios que oponen varón y mujer, femenino y masculino, y en general se estructuran de modo jerárquico. La construcción de modos diferenciados de ser y de estar en el mundo correspondientes a mujeres y varones, entendida como una producción socio-cultural, se expresa en modos específicos y particulares en los diversos contextos socioculturales. Pero aunque las representaciones y prácticas asociadas a lo femenino y lo masculino varían en las distintas culturas y momentos históricos, la diferenciación de los sexos, y la jerarquización entre los mismos que resulta en general en la subordinación de las mujeres, es según Sherry Ortner (1974) una característica universal de la organización de las sociedades humanas.
Dentro de los enfoques de género (y en particular dentro de la teoría feminista) existen distintas líneas de trabajo. Entre las discusiones más salientes, podemos destacar la que se establece entre las perspectivas que postulan analíticamente y proponen políticamente la igualdad entre los sexos (los enfoques herederos de Simone de Beauvoir) y aquellas que enfatizan sus diferencias constitutivas (el feminismo de la diferencia, con representantes Sylviane Agacinski, Françoise Heritier o Luce Irigaray). Otros debates abarcan desde cuestiones vinculadas al modo de abordar estudios de género (desde los enfoques descriptivos centrados, por ejemplo, en visibilizar la historia de las mujeres, hasta los enfoques basados en lo relacional que afirman que no puede estudiarse un género en forma aislada, y, yendo más lejos, que muchas cuestiones vinculadas a la desigualdad entre varones y mujeres no pueden comprenderse estudiando solamente las construcciones de género sin tomar en cuenta otros clivajes), hasta cuestiones vinculadas a las implicancias y consecuencias políticas de los análisis (con posiciones que van desde la necesidad de tener como fin último la emancipación de las mujeres, hasta críticas profundas a la pretensión de universalizar el programa socialmente situado del feminismo, que en definitiva es una producción de la modernidad occidental), pasando, entre otras discusiones, por el interés actual dentro de los estudios de género en la cuestión de la capacidad de agenciamiento y las relaciones entre lo normativo y las experiencias concretas de los sujetos (con posturas que van desde aquellas que enfatizan el rol de lo normativo y dirigen hacia allí el análisis teórico y la práctica política, hasta aquellas que destacan las posibilidades de transformación que residen en la capacidad de agencia). De todos modos, todos los usos descriptivos, analíticos y políticos del concepto de género, han significado una ruptura con respecto a los núcleos de intereses y al modo de aproximación a objetos de estudio tal como se daban en las ciencias sociales antes de la aparición de esta perspectiva.
Debemos aclarar que, aunque en sus orígenes los estudios de género se ocupaban en realidad de investigaciones acerca de mujeres, la cuestión del género no se agota ahí: desde los `80 comienzan a realizarse estudios sobre la construcción de la masculinidad, entendida como una construcción cultural, histórica y social, que incluye diferentes modelos de masculinidades, condicionadas por la situación y el contexto de los sujetos (incluyendo la clase social, la etnia, la edad, la orientación sexual, la religión, la ocupación, etc.), y que están en constante cambio y son objeto de disputas (Scharagrodsky, 2007). Otro punto importante a aclarar es que la mirada del género no se agota en la consideración de la construcción social de la diferencia sexual entre varones y mujeres, sino que también abarca a las elecciones sexuales; en esta vertiente, interesa analizar, entre otras cuestiones, la construcción y los efectos de la heteronormatividad,
la diversidad GLTTB, o la capacidad disruptiva de lo queer. En los estudios sobre la construcción de la heterosexualidad obligatoria han sido centrales los aportes de Judith Butler (2001, 2005) quien ha construido una perspectiva teórica en donde problematiza la tradicional distinción entre sexo y género (distinción que se encuentra extendida en muchas definiciones del género, donde se entiende que éste es algo que se construye socialmente sobre la base de sexos definidos biológicamente), afirmando que, así como el género, el sexo (y específicamente el binarismo sexual) es una construcción socio-cultural y no una evidencia biológica.
El análisis con perspectiva de género de una práctica no sólo aporta el conocimiento de un modo específico en que se ha dado la construcción de los géneros y sus relaciones. La perspectiva de género también permite aproximarse desde un enfoque particular a un universo específico de prácticas y significaciones. Aunque la cuestión del género no sería suficiente para comprender completamente la red de significaciones en que se basa una práctica, sin la inclusión de esa dimensión no podríamos tener un conocimiento acabado de esas prácticas y de esas redes de sentido.

Aportes de la perspectiva de género al estudio de lo corporal
La perspectiva de género nos permite dar cuenta del modo en que a través de diversas prácticas, representaciones y experiencias tiene lugar la configuración de un orden corporal generizado.
La presencia del género está no sólo en el hecho de que los cuerpos se presentan en géneros (Butler, 2005). Tomando en cuenta el carácter performático del género, entendiendo que el cuerpo es el escenario en que tiene lugar la construcción, la reproducción, la expresión y también la transformación de los géneros y de la diferencia sexual, el análisis de prácticas centradas en lo corporal, como por ejemplo la danza (con la galaxia de representaciones y de experiencias que tienen lugar en relación a su práctica) nos permite aproximarnos a un modo específico en que esa construcción, reproducción, expresión y transformación puede realizarse.
Como toda construcción socio-cultural, las diferencias y desigualdades de género deben ser constantemente recreadas y sostenidas, ya que toda construcción conlleva la posibilidad de cambio.
Es posible poner en discusión la existencia misma de la diferencia sexual biológica, con lo cual tanto el sexo como el género serían construcciones sociales; o podemos entender que la dimensión corporal de esa diferencia existe y que modela gran parte de la experiencia corporizada que tenemos de nosotros mismo y de nuestro mundo. Pero sea cual sea la posición que tomemos, la construcción socio-cultural de los géneros es indiscutible. Es una construcción que tenemos internalizada e incorporada, hecha cuerpo. Desde esa incorporación es que tiene efectividad para modelar nuestra experiencia, y el modo en que experimentamos la particularidad de nuestro género y las diferencias con los otros. La clave está, una vez más, en desnaturalizar los cuerpos y las categorías culturales.

Dentro y fuera del género
En algunos espacios sociales, las nociones centrales que delimitan las prácticas, las representaciones y las experiencias no tienen al género como elemento central. En estos casos el género está presente debido a que lo está en todas las dimensiones de la vida social; pero no es una categoría demarcadora de desigualdades ni de fronteras entre grupos.
Podemos tomar como ejemplo de este juego de género presente-ausente, al caso de los análisis de las vinculaciones entre género e instituciones. Mientras que Joan Acker (1990) entiende a las organizaciones como procesos generizados, en las cuales el género y la sexualidad han sido ocultados a través de un discurso asexual y de neutralización del género, otras autoras reconocen que, auque su interés particular esté puesto en la cuestión del género, no siempre el género es activado como el determinante más poderoso o como la principal frontera de diferenciación (Fuchs Epstein, 1.992); o que en organizaciones en que el género es menos notorio, las características generizadas, masculinas o femeninas, hegemónicamente definidas, tienen menos significancia (Britton, 2000); o que se debe entender el género en relación a otras estructuras de asimetría social, intentando buscar un punto intermedio entre la reificación y la naturalización del género, y la desaparición de esta categoría (Ortner, 1996).
Aunque Acker afirma que no hay instituciones que sean gender neutral, y que tras la apariencia de una neutralidad de género lo que ocurre en realidad es una invisivilización de la centralidad de esta presencia, en casos como el de la Escuela de Danzas Clásicas (donde hemos realizado un trabajo etnográfico) podemos ver como sí hay instituciones en las que las posiciones que en ella se ocupan no se derivan necesariamente de la posición de género; esto no implica que las diferencias y desigualdades de género no existen en ellas de ningún modo, pero no son el factor de diferenciación principal. Tal vez, la centralidad que el cuerpo tiene en la danza implica que su evidencia y su omnipresencia no hacen posible que se produzca su invisibilización, su negación ni su abstracción; no es posible un proceso de disembodiment en un campo en el que el cuerpo es el centro de las experiencias, las representaciones y las prácticas. Y, como siempre que hay cuerpos hay género, entonces no es posible la construcción de un universal masculino que se encubra bajo la apariencia de una neutralidad de género. Por lo tanto, si es que el género debe ser invisibilizado como construcción para poder ser el criterio central de desigualdad, entonces su presencia constante (a través de la presencia constante de los cuerpos), hace que sea solamente algo que “está ahí”, mientras que las diferenciaciones y desigualdades corren por otros caminos.
De todos modos, así como centrarnos sólo en el género resultaría en una análisis sumamente incompleto y forzado, no considerarlo en absoluto por no ser el principio estructurador más saliente resultaría en un análisis insuficiente. Partiendo de esto, aunque las diferenciaciones de género no sean un factor central en la conformación de un espacio social, podemos preguntarnos por ejemplo: ¿cuál es la construcción particular de los géneros que se ha dado a lo largo de la historia de una determinada práctica, y cómo se expresa actualmente?, ¿cuáles son las percepciones sobre las diferencias de género que determinan desigualdades en esos espacios?, ¿estamos ante una actividad generizada? O, de modo más simple, en la práctica que nos interesa investigar ¿dónde está el género?
Una institución, y las prácticas, representaciones y experiencias que en ella tienen lugar, no pueden comprenderse obviando la consideración del género. Pero es igualmente cierto que tampoco podamos comprenderlo enfocando la mirada solamente hacia el género.
Tomando como ejemplo etnográfico a la Escuela de Danzas Clásicas de La Plata, podemos preguntarnos si en ella el género es un principio estructurador de diferencias y desigualdades a su interior, y, por extensión, si lo es en los campos de las danzas que en ella se estudian. Si el género fuera el principal criterio de estructuración de la diferenciación y de la desigualdad dentro de la institución, entonces veríamos que la delimitación de las fronteras que delimitan grupos y clases de personas a su interior tendrían que estar regidas por la adscripción de género. En este caso, deberíamos encontrarnos con que los criterios de accesibilidad, de promoción, de prestigio, de valoración, de legitimidad, de éxito o de fracaso; las fronteras que delimitan los grupos y las clases de personas; las representaciones que guían las experiencias y las experiencias que refuerzan, reproducen o cuestionan esas representaciones; las visiones sobre sí mismo y sobre el propio cuerpo en relación a la posibilidad de acceso a las posiciones deseadas del campo, entre otras variables, deberían tener a la construcción de las diferencias de género como matriz principal. En cada una de estas cuestiones, sin embargo, son otros los criterios que prevalecen. Y aunque el género no está de ningún modo ausente, existen otros criterios que demarcan diferenciaciones y desigualdades. Las características distintivas de cada una de las formas de danza son los principales determinantes de los criterios internos de diferenciación y de categorización, de los objetivos y finalidades, de las experiencias. Es posible decir que los principales conflictos y luchas, los principales capitales en disputa, las principales variables de diferenciación y de desigualdad, no se estructuran en torno al género.
En todos los casos, el criterio estructurador de las experiencias, las representaciones y las prácticas es la danza que se aprende y practica, en contraposición a las otras; y lo que diferencia a los grupos y determina desigualdades, es esta pertenencia, y dentro de cada danza, la adecuación o no a sus principios.
De todos modos, aunque la cuestión del género no sería suficiente para comprender completamente la red de significaciones en que se basa la práctica de la danza, sin la inclusión de esa dimensión no podríamos tener un conocimiento acabado de esas prácticas y de esas redes de sentido. El modo de acceso como estudiante a la Escuela de Danzas, por ejemplo, puede ilustrar el lugar que ocupan las diferencias de género en esta institución. Existen distintos criterios de ingreso para cada carrera. El ingreso a danza contemporánea, que se hace entre los 15 y los 23 años, y a danza – expresión corporal, sin límite de edad de ingreso, se realiza sin evaluación diagnóstica eliminatoria; sólo debe mediar una inscripción y la asistencia a un taller para ingresantes donde se dictan clases de movimiento. El ingreso a danzas clásicas, que se hace entre los 8 y los 11 años de edad, es más restrictivo: las y los aspirantes deben pasar una evaluación diagnóstica en la que se observan detalladamente sus características anatómicas y biomecánicas, bajo el supuesto de que deben contar con determinadas “condiciones” (esto es, una serie de características físicas con las que se cree que se debe contar, entre las que están la elasticidad y la flexibilidad de las articulaciones, las líneas estilizadas de los miembros, la fuerza y el arco del empeine, entre muchas otras) que se consideran necesarias para poder incorporar la técnica clásica. Tanto las niñas como los niños deben pasar por el mismo examen, pero como sólo el 1 % de los inscriptos son varones, generalmente se los inscribe aunque hayan obtenido un bajo puntaje. Esta ventaja con que cuentan los varones para ingresar no tiene que ver estrictamente con el hecho de ser varones, es decir, lo que tiene valor no es lo masculino en sí, sino que lo que les da valor es que son un capital escaso y necesario (por ejemplo, el pas de deux es un elemento central en las coreografías de ballet). La mayor facilidad para los varones en el acceso, la promoción y el éxito en la carrera, por lo tanto, depende más de su escasez que de una mayor valoración de lo masculino. De modo que, cuando el género estructura desigualdades en las trayectorias de formación, lo hace más en función de una diferencia numérica que de una construcción valorativa.
La adscripción de género y la sexualidad está presente en los relatos de vida de estudiantes y docentes de danza (especialmente en los varones, y en una asociación frecuente entre comenzar a hacer danza y “salir del placard”). También, al intentar reconstruir la historia de las danzas académicas y las significaciones sociales de la danza, es necesario tomar en cuenta los procesos de generización asociados y los diferentes modos de construcción de lo femenino y lo masculino que se han dado.

Las prácticas corporales como prácticas generizadas
De acuerdo a Dana Britton (2000), cuando decimos que una organización o una ocupación están generizadas podemos estar refiriéndonos a tres cuestiones: en primer lugar, se debe tener en cuenta que las organizaciones burocráticas típicas están inherentemente generizadas, es decir, han sido definidas, conceptualizadas y estructuradas en términos de la distinción entre masculino y femenino, y suponen y reproducen las diferencias de género. En segundo lugar, podemos decir que una organización o una ocupación están generizadas cuando están dominadas por varones o por mujeres; en este punto, se debe tener en cuenta que decir que una ocupación está generizada, ya sea masculinizada o feminizada, no es lo mismo que decir que está dominada por varones o por mujeres cuantitativamente: por esto, se debe distinguir entre tipología de género (por ejemplo, si las actividades que en ella se realizan son consideradas propias de mujeres o de varones) y composición sexual de una determinada organización u ocupación, aspectos que pueden o no coincidir. En tercer lugar, podemos hablar de generización cuando una organización u ocupación está descripta y concebida en términos de un discurso que deriva de masculinidades y femineidades definidas hegemónicamente.
En el caso de las danzas académicas, por ejemplo, podemos decir que se trata de una actividad con predominancia numérica femenina, que se encuentra generizada debido a que, por un lado, es considerada en nuestra sociedad una práctica eminentemente femenina: en la compilación realizada por Roger Copeland y Marshall Cohen en What is dance? (1983), David Lewin [1977] y Francis Sparshott [1981] se preguntan, en diferentes textos, por qué la filosofía ha ignorado a la danza. Junto con otros factores que explicarían el poco o nulo interés que la filosofía ha depositado en la danza, ambos acuerdan en que, dada la matriz del dualismo espíritu/carne o mente/cuerpo y el carácter patriarcal de nuestra sociedad, la danza, por estar asociada al cuerpo y a lo femenino, ha sido considerada un tema menor y hasta deleznable. Por otro lado, porque, especialmente en el caso de la danza clásica, ha sido definida de acuerdo a sentidos hegemónicos asociados a lo femenino y lo masculino.
Considerando particularmente el caso de la danza clásica, se trata de una actividad generizada porque está definida de acuerdo a sentidos hegemónicos asociados a lo femenino y lo masculino, sobre todo en cuanto a cuáles son las particularidades, el “deber ser” y las diferencias entre varones y mujeres, así como en las concepciones sobre sus modos de relación.
La danza clásica ha estado signada desde sus orígenes (en 1.661 en la corte de Loui XIV se inició la codificación de los principios y los fundamentos del ballet clásico) por la construcción de modelos idealizados de mujer y de varón, con los consiguientes modos de movimiento, que están claramente diferenciados por género en las coreografías. En los primeros tiempos, el ballet clásico estuvo dominado por hombres (tanto los coreógrafos como los intérpretes eran varones cortesanos). Luego de la profesionalización de la danza, con la retirada de los cortesanos de la práctica del ballet, aparecieron bailarinas mujeres; pero hasta el siglo XVIII las estrellas de ballet más reconocidas eran hombres. En esos tiempos, se consideraba “distinguidos” tanto a los hombres como a las mujeres que tenían un comportamiento marcado por la cortesía, la delicadeza y el refinamiento, de las palabras, los movimientos y las actitudes.
En el siglo XIX, bajo la influencia del Romanticismo, tiene lugar un proceso por medio del cual se produce la glorificación de la bailarina, con lo cual las mujeres pasan a ocupar un lugar central dentro del ballet. El ideal romántico de mujer, con la exaltación de características como el ser etérea, leve, liviana y extraterrena (en este momento, por ejemplo, se comienzan a usar las zapatillas de punta, auxiliares de combate que emprenden las bailarinas con la ley de gravedad), coincidió con un cambio en el ideal masculino, que hizo que los bailarines varones se comenzaran a considerar “feminizados” e incluso indecentes. En este período, los bailarines pasaron a un plano secundario y subalterno, limitándose a un rol de porteurs de las bailarinas.
De todos modos, la preponderancia de las mujeres en el período romántico del ballet fue sobre todo en su carácter de intérpretes, musas inspiradoras y objeto de representación, mientras que los varones se reservaron la preeminencia como coreógrafos y teóricos de la danza: una división del trabajo, por cierto, generizada, en línea con las representaciones hegemónicas acerca de las actividades femeninas y masculinas. Más tarde, en las primeras décadas del siglo XX, el bailarín y coreógrafo Michel Fokine rompió con esta tradición creando coreografías especialmente pensadas para ser realizadas tanto por bailarinas como por bailarines, creando ballets en los cuales el bailarín jugaba una parte más importante. Guiaba su trabajo la idea de que cada sexo tenía sus “talentos específicos”, que se debían realzar las características especiales de cada sexo, y que se debía mantener la igualdad entre varones y mujeres.
Actualmente, muchos coreógrafos y coreógrafas de ballet entienden que, dado que el pas de deux representa el encuentro romántico entre un varón y una mujer, se debe buscar el equilibrio entre los dos roles, permitiendo que el bailarín vaya más allá del rol de levantar, sostener y mostrar a su compañera. En las últimas cinco décadas, luego del lento resurgimiento que la figura del danseur tuvo tras décadas de estar tapado por las polleras de tul, algunos de los nombres más resonantes del ballet han correspondido a bailarines varones. El resurgimiento de la figura del bailarín los encuentra definidos de acuerdo a un ideal de masculinidad hegemónica: se los elogia por su fortaleza, su vigor, su virilidad, manifestados en sus movimientos; valores a los que se agregan (siempre que pre-existan los anteriores) otros como la gracia, la delicadeza, la belleza, la fluidez en las líneas del movimiento, la sensibilidad y la capacidad de expresar emociones. Este reposicionamiento de los bailarines se corresponde con las transformaciones ocurridas en las artes del movimiento desde las primeras décadas del siglo XX, inaugurando la danza moderna, y más profundamente desde los `60, con la aparición de la danza contemporánea. En la danza moderna y contemporánea, las coreografías suelen tener una división menos tajante entre bailarines y bailarinas, con modos de movimiento y pasos no diferenciados por género.

Género, poder, agencia y subjetividad
Al medir el alcance de las teorías y los análisis centrados en el género, no deberíamos limitarnos a verificar si esta variable es central o no en el contexto específico del que nos ocupamos en nuestras investigaciones. Esto podría llevar a que, en los contextos en los que el género no es un factor explicativo saliente, obviemos considerarlo (entendemos, en definitiva, que el género, de una u otra forma, está presente y operando). Y sobre todo, nos podría alejar de la utilización de marcos analíticos que, aunque hayan sido producidos para estudiar relaciones de género, pueden aplicarse a otro tipo de relaciones. Entre estas problemáticas, seleccioné el problema de la agencia, tal como lo han aplicado Saba Mahmood y Sherry Ortner en sus análisis enfocados en la cuestión del género. Aunque sabemos que la cuestión de la agencia ha sido considerada para investigaciones en diversos ámbitos y de diferentes temas, el modo en que ha sido conceptualizada en los estudios desde el género mencionados constituye un su aporte al estudio del cuerpo y las subjetividades.
De acuerdo a Michel Foucault, así como la normalización que se ejerce sobre los cuerpos impacta en los sujetos, las prácticas de libertad del cuerpo repercuten en la formación de subjetividades. Entre estas últimas, distingue las ideas de liberación, de las prácticas de libertad. En las primeras subyace la creencia en “una naturaleza o un fondo humano que se ha visto enmascarado, alienado o aprisionado en y por mecanismos de represión” con lo cual “bastaría con hacer saltar estos cerrojos represivos” (1996 [1982]: 95), cuando en realidad esa liberación no podría cumplirse sin la construcción de prácticas de libertad, que definirán formas de existencia. Las prácticas de libertad van más allá de la emancipación de los mecanismos represivos, e implican superar y controlar la apertura de un nuevo campo de relaciones de poder. De este modo, la resistencia está dada por un enfrentamiento al modo en que el poder se ejerce, y conlleva la creación de nuevos modos de vida, fuera del modo establecido de ejercicio del poder. En la perspectiva foucaultiana la subjetivación tiene lugar cuando se producen prácticas de resistencia, de subversión, de creación de nuevos modos de existencia.
Saba Mahmood (2006), dentro de su interés por los modos posibles que puede tomar la capacidad de agencia (en el contexto específico de las mujeres egipcias musulmanas que participan en el movimiento de las mezquitas), se apoya en la perspectiva del postestructuralismo para desplegarla y revisar algunas de sus concepciones. Además de proponer la discusión de las nociones liberales de libertad y autonomía que guían muchas concepciones sobre el agenciamiento, postula que no toda agencia es resistencia, es decir, que la resistencia es sólo una forma de agencia entre otras. En el post-estructuralismo, la capacidad de agencia contemplada es aquella que toma la forma de resistencia, de subversión o de resignificación, entendidas en oposición a la represión, la dominación y la subordinación. Criticando esto, para Mahmood la agencia, en un sentido más extenso, es una “modalidad de acción”, que incluye el sentido de sí, las aspiraciones, los proyectos, la capacidad de cada persona para realizar sus intereses, el deseo, las emociones, las experiencias del cuerpo.
Distinguir el concepto de agencia de la noción de resistencia a la dominación, permite entender a la agencia como “una capacidad para la acción creada y propiciada por relaciones de subordinación específicas” (ibid.:133). Para construir esta definición se apoya en lo que Foucault ha llamado “paradoja de la subjetivación”, refiriéndose a que la producción de subjetividades (en algún sentido, la des-sujeción) puede producirse en el marco mismo del ejercicio de las relaciones de poder; proceso que “no sólo asegura la subordinación del sujeto a las relaciones de poder, sino que también produce los medios a través de los cuales él se transforma en una entidad auto-conciente y en un agente” (ibid.:121). De este modo, la agencia también sería un producto de las relaciones de poder. De este modo, la agencia no se limita a una oposición a las normas (frente a su acatamiento), sino que puede producirse al interior mismo de las normas: hay situaciones en que una norma posibilita lo opuesto a lo que quiere construir. La agencia dentro mismo de las normas puede producirse debido a que las normas pueden ser “performadas, habitadas y experienciadas de varias maneras” (ibid.: 136), y no sólo consolidadas o subvertidas. Por ejemplo, la agencia puede estar en el modo en que una determinada norma es acatada, en cómo es vivida y experimentada su incorporación.
En una perspectiva semejante, a Sherry Ortner (2006) la exploración de las relaciones entre agencia y poder la ha llevado a reconocer que la agencia va más allá de la oposición a los mecanismos de dominación. Entendiendo que la agencia es una propiedad universal de los sujetos sociales, desigualmente distribuida y culturalmente construida, distingue analíticamente dos formas de agencia, que en la prácticas son inseparables: una es la agencia como intención, y otra es la agencia como resistencia al poder. Mientras que esta última es un modo oposicional de agencia, un ejercicio de poder o contra el poder, organizada en torno al eje de dominación y resistencia; la agencia como intención es entendida como “una acción cognitiva y emocional orientada hacia un propósito”, que no necesariamente es conciente, pero que se diferencia de las prácticas rutinarias (aunque existe un continuum entre ambas) por ser una acción intencionada. No todas las consecuencias de estas acciones son intencionales; como resultado de aquellas pueden producirse consecuencias no esperadas, en las que puede residir la posibilidad de transformación, de producir un “cambio en el juego”. Estas acciones tienen que ver con perseguir metas, proyectos y deseos culturalmente situados, que pueden ser individuales o colectivos. La distinción entre dos modos de agencia no implica creer que en la agencia como intención no estén también presentes relaciones de poder; en ambas encontramos relaciones de poder; pero la diferencia está en que en la agencia como intencionalidad el eje principal no es la resistencia o la dominación, sino que pasa por los logros que en un contexto particular se consideran deseables.
Aunque me centraré solamente en las autoras mencionadas, otras investigadoras del género sostienen la importancia de los modos de agencia que tienen que ver con la subjetividad. Joan Scott (1991; citado por Cornwall y Lindisfarne, 1994) llama a analizar las prácticas de resistencia cotidianas, la agencia que está presente en “las actividades mundanas, informales, difusas y usualmente individualistas” (ibid.: 24), a través de las cuales los relativamente débiles pueden responder a las ideologías dominantes, obteniendo ventajas concretas o restableciendo su integridad y su autoestima. Mientras que las actividades revolucionarias son excepcionales, más comúnmente, aunque menos visiblemente, los relativamente débiles utilizan un modo de agencia que les permite maximizan sus ventajas por dentro del sistema que los desempodera. Del mismo modo, Bonnie Mc Elhinny encuentra que hay agencia “en el desarrollo del estilo de vida, el comportamiento, la forma de hablar y la forma de ser” y en “las propias elecciones ocupacionales, historias personales, sexualidad, estilos de vida y más” (1994: 166).
Todas estas dimensiones de la agencia son centrales para comprender, por ejemplo, las experiencias que tienen lugar en relación al aprendizaje de la danza. El análisis de estas prácticas, donde fundamentalmente se educa a los cuerpos y se construyen formas especiales de sujetos corporizados, permite aproximarse a las relaciones que existen entre la construcción de sujetos objetivados por el poder y la producción de sí mismo como sujeto. Dentro de esta cuestión, es posible acercarse al problema de las relaciones entre la construcción de sí mismo como sujeto dentro de la lógica del poder, y la construcción de sí mismo como una manera en la que, desde el interior de las formas que hacen de nosotros unos sujetos, podamos apropiarnos de esas determinaciones y usarlas libremente.
Entendiendo que el proceso de formación en danzas no implica sólo la producción de cuerpos hábiles en ciertas formas de movimiento, sino también la construcción de sujetos que colocan sus cuerpos en la práctica de la danza (particularmente, la construcción de una cierta relación de los sujetos con sus cuerpos, y de visiones de sí en relación a experiencias y representaciones corporales vigentes en cada forma de danza), me pregunto ¿cuáles son los modos de subjetividad y las posibilidades de agencia que tienen lugar en relación con esta formación?
Para responder a esta pregunta, tomaré el caso del aprendizaje de danzas clásicas. Las y los estudiantes de danza deben pasar por un entrenamiento a largo plazo, gradual, constante, sistemático, exigente y riguroso, con el que se busca formar un cuerpo que se adecue completamente a los requerimientos de la técnica clásica, una técnica que tiene como fundamento una exploración y racionalización detallada del cuerpo, para lograr el total control de cada una de sus partes. Durante el entrenamiento no sólo se incorporan pasos y combinaciones; también se incorpora una relación exacta y minuciosa con las diferentes partes del cuerpo, con el espacio, y también con el tiempo. Para esto se ha organizado un control disciplinario1 sobre el movimiento, que define formas, espacios y tiempos, educando al cuerpo para aumentar su rendimiento, su capacidad, su habilidad, su eficacia. La rutina domina el cuerpo de bailarinas y bailarines, en una relación regulada y milimétrica con sus fragmentos.
Tras las largas horas de práctica, esa técnica se va imprimiendo en los cuerpos. Esto resulta en cuerpos que comúnmente se reconocen a simple vista como formados por y para el ballet, incluso cuando no están bailando; la postura, la posición de la cabeza, la rotación de los pies, son huellas que quedan tras el entrenamiento riguroso que lleva al cuerpo a una configuración que no es de la vida cotidiana.
En este marco de técnica, disciplina y codificación estricta, ¿cuál es el lugar de la subjetividad y de la agencia? Los dispositivos disciplinarios crean sujetos y los atraviesan, pero ese atravesamiento no ocurre de una manera completa y total. Las bailarinas y los bailarines dicen sentirse libres cuando bailan, dicen sentir felicidad y placer. Desde el ballet se percibe que la internalización completa de la técnica, la formación de una memoria mecánica, es lo que hace posible expresarse. A esta incorporación de la técnica está supeditada la posibilidad de dejar de pensar en ella y dedicarse a disfrutar del bailar. Las mismas personas que bailan ballet que ponderan el valor de la técnica, de los límites duros para el cuerpo, de las condiciones físicas como el principal capital material y simbólico, también hablan de placer, de sentir, de expresar sentimientos y emociones. Ahí radica muchas veces la efectividad de las tecnologías del cuerpo: entre sus productos también está la seguridad, y también está el placer.
El ballet es una práctica eminentemente disciplinaria, que nos permite visibilizar el componente de producción de subjetividades que tienen las disciplinas y el control biopolítico de la existencia, y nos permite también comprender que todo ejercicio de poder puede dejar grietas por donde se cuela la posibilidad de subjetivación y de agencia. Cuando las bailarinas y los bailarines de ballet bailan, son quienes deben ser dentro de una determinada tecnología, sienten lo que deben sentir, se construyen de la manera en que deben construirse. Pero también, muchas veces experimentan la sensación de poder que da el manejo del propio cuerpo, y aún desde una danza realizada a partir de un cuerpo cronometrado y milimétricamente trabajado, sienten placer y se sienten libres. Más aún, es el resultado esperado por ese mecanismo de disciplinamiento particular (el cuerpo cronométrica y milimétricamente controlado para que se mueva dentro de los límites de una técnica estricta) el que permite la experiencia de llevar el propio cuerpo más allá de sus límites, experiencia deseada, que produce placer y sensación de poder. En la efectividad misma de la técnica reside la posibilidad de agencia. Girar y girar sobre la punta de los dedos de un pie es principalmente una exhibición de virtuosismo técnico, y el resultado de años de ejercicio de una práctica disciplinaria sobre el cuerpo; pero también significa, para quien lo hace, la experiencia de burlar la ley de gravedad, de conocer y manejar el propio cuerpo, de crear, de hacer arte.
En estos casos, es sutil el límite entre la construcción de subjetividad y de agencia, por un lado; y, por otro lado, la producción de sensaciones de placer y de libertad que se producen como resultado de la efectividad de ciertas relaciones de poder, y de tecnologías que en gran parte se mantienen gracias a esas sensaciones. De todos modos, esta sutileza se pierde si consideramos que la agencia y la posibilidad de subjetivación (es decir, de construirse a sí mismo como sujeto) sólo está en la resistencia, en el rechazo y en la ruptura de esas matrices de relaciones de poder; de ser así, todo cuanto no sea resistencia sería acatamiento, y hemos visto como también hay agencia y subjetivación dentro mismo de lo construido por las tecnologías de poder.
Los cambios en la percepción sobre sí mismo y en el modo de experimentar el propio cuerpo, en algunos casos proporciona un sostén y un incentivo para mantenerse dentro de la práctica del ballet, y en otros casos desemboca en el abandono de la práctica. El pasaje de la danza clásica a la danza contemporánea, por ejemplo, es una consecuencia no intencionada de la disciplina del clásico que representa también un modo de agencia. En otras palabras, mientras que en algunos sujetos la técnica clásica en sí abre las posibilidades de agencia (bajo la forma del deseo de continuar haciendo entrar el cuerpo en esa técnica y la técnica en ese cuerpo, tras el empoderamiento y el placer que resulta de llevar el cuerpo cada vez más allá de su límite), en otros sujetos determina el abandono de la danza clásica, que comienza a ser percibida como demasiado rígida y estructurada, buscando otras formas de danza que permitan desplegar y explorar más profundamente, o de otros modos, las posibilidades del cuerpo en movimiento.
¿Hacia dónde vamos ahora? La propuesta es sumar matrices teóricas, perspectivas analíticas, enfoques metodológicos y experiencias, que posibiliten hacer preguntas sobre el cuerpo y desde el cuerpo.

1 Esta tecnología disciplinaria en particular forma parte de la red de somato-poder y de bio-poder que controla y regula a los cuerpos individuales y a las poblaciones. En palabras de Michel Foucault: “las relaciones de poder pueden penetrar materialmente en el espesor mismo de los cuerpos sin tener incluso que ser sustituidos por la representación de los sujetos” (1992 [1977]: 156). Estas redes de relaciones de poder que atraviesan y penetran en los cuerpos tienen una doble forma de ejercicio: la disciplina (o anátomo-política del cuerpo humano) y la bio-política. La primera de las tecnologías de poder, que se desarrolló desde el siglo XVII, se centró en el cuerpo concebido como máquina, involucrando y tratando de asegurar “su educación, el aumento de sus aptitudes, el arrancamiento de sus fuerzas, el crecimiento paralelo de su utilidad y su docilidad, su integración en sistemas de control eficaces y económicos” (Foucault, 2002 [1976]: 168), tendiendo a una maximización de la capacidad productiva y a la minimización de la capacidad de resistencia de los seres humanos a través del control de sus cuerpos. La segunda, formada hacia mediados del siglo XVIII, se centró en el cuerpo-especie, “en el cuerpo transido por la mecánica de lo viviente y que sirve de soporte a los procesos biológicos: la proliferación, los nacimientos y la mortalidad, el nivel de salud, la duración de la vida y la longevidad, con todas las condiciones que pueden hacerlos variar” (ídem), tomando a su cargo estos problemas por medio de una serie de intervenciones y controles reguladores de la población. Disciplina y biopolítica, finalmente, deben ser entendidas como procesos que coexisten y se complementan.

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miércoles, 16 de junio de 2010

Lunes 5 de Julio-Mesa Redonda: Modos del Cuerpo


Propuestas metodológicas en investigaciones socio-antropológicas sobre el cuerpo

Ana Sabrina Mora

Ponencia presentada en el I Encuentro Latinoamericano de Metodología de las Ciencias Sociales
La Plata, 10 al 12 de diciembre de 2008.

Introducción

Las diversas corrientes teóricas de la antropología del cuerpo conllevan propuestas metodológicas que se adecuan a sus intereses de conocimiento. Desde el pionero programa de investigación propuesto por Marcel Mauss para el estudio de las técnicas corporales, se han desplegado diferentes temáticas de interés y enfoques teóricos, que se han correspondido con perspectivas metodológicas para el abordaje de lo corporal dentro de marcos socio-culturales.
En este trabajo consideraré algunas de las perspectivas más influyentes del área de la antropología del cuerpo, centrándome en las implicancias metodológicas y técnicas que tienen para el análisis de lo corporal. En primer lugar, consideraré el programa de investigación propuesto por Marcel Mauss y la ampliación que Ian Hunter, David Saunders, Margot Lyon y Nick Crossley han propuesto para el estudio de las técnicas corporales. En segundo lugar, los enfoques que se centran en el cuerpo como símbolo, en las representaciones acerca del cuerpo y en las relaciones de concordancia entre los esquemas simbólicos de percepción del cuerpo y de la sociedad; en particular, tomaré las aproximaciones estructuralistas de Claude Levi-Straus y de Mary Douglas, el enfoque metodológico de Denise Jodelet para el estudio de las representaciones y las experiencias corporales, y las operaciones analíticas de la semiótica de enunciados propuesta por Juan Magariños de Morentín. En tercer lugar, las perspectivas de análisis post-estructuralistas de Michel Foucault y sus continuadores/as, que priorizan la consideración de los procesos de disciplinamiento, control y construcción discursiva de los cuerpos individuales y de la población como cuerpo social; junto con esto haré referencia a investigaciones que hacen hincapié en la “paradoja de la subjetivación” y en las posibilidades de agencia. En cuarto lugar, los estudios inspirados en la fenomenología de Maurice Merleau-Ponty, como la consideración de Pierre Bourdieu del cuerpo como locus de las prácticas sociales, ampliado en perspectivas como la de Bryan Turner, Steven Wainwright y Clare Williams; y las fenomenologías de cuerpo de Michael Jackson y Peter Csordas; incluiré la propuesta de la autoetnografía, ejemplificada por los trabajos de Renato Rosaldo. Finalmente, intentaré buscar modos de integración entre algunos de estos grupos de perspectivas teórico-metodológicas sobre el cuerpo.


Las técnicas corporales: la materialidad cultural del cuerpo


Junto con las investigaciones de Robert Hertz (1990 [1907]), el programa de investigación propuesto por Marcel Mauss para el estudio de los aspectos socio-culturales del cuerpo, bajo la noción de “técnica corporal”, inaugura la antropología del cuerpo. En la conferencia dictada el 17 de mayo de 1934 en la Sociedad de Psicología de Francia, publicada más tarde en la compilación Sociología y Antropología con el título “Técnicas y movimientos corporales” (1979 [1936]), Marcel Mauss propone estudiar las “técnicas corporales” en el marco de cada cultura y cada contexto histórico, definiéndolas como “la forma en que los hombres, sociedad por sociedad, hacen uso de su cuerpo en una forma tradicional” (ibid.: 337). Como estos no son los únicos actos tradicionales, para comprender la especificidad de estas técnicas propone dividir los actos tradicionales en actos técnicos y en ritos. Define técnica como “todo acto eficaz tradicional” (ibid.: 342); en este sentido, no se diferenciarían del acto mágico, del religioso o del simbólico, que también son eficaces y tradicionales. La diferencia está en que un acto tradicional técnico es percibido por quien lo ejecuta “como un acto de tipo mecánico, físico o físico-químico y que lo realiza con esta finalidad” (idem). Como un tipo especial de técnica, las técnicas corporales son aquellas en las que el cuerpo es el principal instrumento, objeto y medio técnico (aunque a veces también incluyen o suponen otros instrumentos). Todas las técnicas corporales son concretas y específicas de cada cultura, de cada grupo social y de cada momento histórico. Los ejemplos que utiliza son, entre otros: los modos de andar, marchar, nadar, correr, cazar, beber, mirar, la posición de los brazos y manos al caminar, las posiciones en el parto y el amamantamiento, entre muchas otras. Todas ellas comparten el hecho de ser formas adquiridas y no naturales, y de estar constituidas de acuerdo a “una idiosincrasia social y no ser sólo el resultado de no sé qué movimientos y mecanismos puramente individuales, casi enteramente físicos” (ibid.: 339). Es decir, aunque los sujetos las experimenten como actos físicos o mecánicos “naturales”, son en realidad el resultado de normas sociales y conllevan un aprendizaje, una enseñanza técnica que involucra especialmente a la imitación. En la cuestión del aprendizaje es dónde reside principalmente la dimensión cultural de las técnicas corporales: son actos eficaces tradicionales que se realiza como si fueran actos mecánicos o físicos, pero tienen sentido sólo dentro de un sistema simbólico particular. Para explicar el carácter simbólico y socialmente construido de las técnicas corporales, Mauss introduce la noción de habitus (luego retomada y desarrollada por Pierre Bourdieu), destacando que se trata de una dimensión adquirida y anclada en la práctica, y definiéndola de la siguiente manera: “la palabra no recoge los hábitos metafísicos (…). Estos `hábitus´ varían no sólo con los individuos y sus imitaciones, sino sobre todo con las sociedades, la educación, las reglas de urbanidad y la moda. Hay que hablar de técnicas, con la consiguiente labor de la razón práctica colectiva e individual, allí donde normalmente se habla del alma y de su facultades de repetición” (ibid.: 340).
Este acercamiento a las técnicas corporales está sustentado en una concepción general del ser humano como una unidad bio-psico-socio-cultural, que considera que, más allá de los recortes temáticos que pudieran hacerse, no debe perderse de vista la idea del “hombre total”, en términos de Mauss. Cualquier clase de fenómenos sociales debe comprenderse desde una triple perspectiva, como fenómenos que son a la vez e inseparablemente fisiológicos, psicológicos y sociológicos, donde “el conjunto, el todo, queda condicionado por los tres elementos indisolublemente mezclados” (idem). Para realizar la tarea de estudiar las técnicas corporales, propone, en primer lugar, la realización de observaciones y descripciones concretas para luego llegar a generalizaciones y abstracciones, echando luz sobre cuestiones antes desconocidas, partiendo de lo concreto para llegar a lo abstracto, todo esto tomando el modelo de las ciencias naturales. En el contexto en que Mauss realiza estas reflexiones, las huellas del positivismo decimonónico eran aún muy potentes, y las jóvenes ciencias sociales, para ser reconocidas como ciencias, debían adecuarse al modelo de las ciencias naturales, ya legitimadas, para obtener para sí mismas la misma legitimidad. En el caso concreto de las técnicas corporales, sugiere comenzar por observar y describir las técnicas particulares presentes en diversas culturas y grupos sociales, con la idea de luego producir una teoría general acerca de las técnicas del cuerpo, entendiendo que partiendo de una descripción de las diversas técnicas corporales, se podrá hacer una teoría general de la técnica de los cuerpos. El momento intermedio entre las descripciones y la producción de teoría, está dado por el establecimiento de clasificaciones (en el texto propone posibilidades de clasificación de técnicas corporales); para realizarlas, utiliza distintas fuentes, como estudios etnográficos en terreno de primera mano o de otros investigadores, conocimiento académico general, relatos, mitos, anécdotas, y también observaciones ocasionales o provenientes de la vida cotidiana y la historia personal del investigador. Aunque en estas conferencias el autor hace uso de múltiples recursos, su propuesta principal consiste en estudiar las técnicas corporales sobre el terreno en diversos contextos culturales, con el trabajo de campo etnográfico como principal herramienta.
Además de entender que el análisis de lo corporal era un área de vacancia en las investigaciones sociales, a Mauss le interesaba el abordaje de las diversas técnicas corporales porque creía que el rol de las ciencias sociales, y especialmente de la antropología y de la sociología, era el de conocer el origen y el desarrollo de las categorías de pensamiento y realizar comparaciones entre ellas atravesando tiempos y lugares, para llegar a comprender y a desnaturalizar dichas categorías tal como se expresaban en su propia sociedad. En este sentido, en la perspectiva de Mauss el conocimiento de las diversas culturas no tiene completamente interés en sí mismo, sino que tiene importancia en tanto que es un aporte para desnaturalizar las categorías vigentes y para conocer más profundamente, por comparación, a la modernidad occidental.
El principal inconveniente de la noción de técnica corporal es su circunscripción al ámbito de lo físico. Sitúa a las técnicas corporales en el marco de culturas determinadas y de mecanismos de aprendizaje, y el hecho de ser aprendidas y compartidas socialmente les otorga un carácter simbólico. Pero el cuerpo es concebido como una herramienta y un medio técnico, como un objeto en el que se imprime lo social, que no es en sí mismo productor de experiencias y de subjetividad. Los sujetos las experimentan como movimientos físico-mecánicos, sin impacto de o en su subjetividad. Este es el principal problema que plantea este concepto de Mauss. Y a la vez, la consideración de la materialidad del cuerpo ha permitido más tarde la apertura de interesantes vías de análisis, entendiendo que el cuerpo es más que sólo representación.
Cuando en las décadas de 1.970 y 1.980 se delinearon los campos de la sociología y de la antropología del cuerpo, se les dio más importancia a los estudios centrados en las diversas concepciones y representaciones del cuerpo, y se diluyó el interés en las técnicas corporales. En estas perspectivas, incluso partiendo de la comprensión del cuerpo como construcción socio-cultural, el cuerpo comúnmente fue abordado como una materialidad que refleja o recibe lo social, y no como productor en sí mismo. Sobre todo desde los ´90, pero ya desde los ´80, ha surgido un renovado interés por explorar las prácticas, usos y experiencias del cuerpo, y a partir de esto algunas investigaciones se han reapropiado de la perspectiva de Marcel Mauss. En general éstas últimas no siguen punto por punto la propuesta de este autor, sino que mantienen ciertas cuestiones y renuevan otras. Como ejemplo, podemos citar algunos trabajos publicados recientemente, como los de Ian Hunter y David Saunders (1995), Margot Lyon (1997) y Nick Crossley (2004, 2005). Hunter y Saunders proponen poner en relación la aproximación dialéctica del cuerpo con el modo más descriptivo asociado con Mauss; rescatan de este autor especialmente su enseñanza de que “no hay interfase entre el cuerpo y la subjetividad o el cuerpo y la sociedad. Sólo hay ensambles culturalmente específicos de técnicas corporales y mentales, ensambladas en los confines de formas particulares de vida o prácticas de existencia.” (1995: 80; traducción propia). Lyon, interesada por el intento temprano de Mauss de estudiar el cuerpo en un contexto sociocultural, parte de la idea de que el cuerpo es a la vez material y social, agregándole en su análisis a los procesos de construcción de las técnicas corporales la consideración de que en sus usos cotidianos el cuerpo se va cargando de emociones y sensaciones. Crossley ha desarrollado el concepto de “técnicas corporales reflexivas” (RBTs). Sumándole a las técnicas corporales la cuestión de la reflexividad y del embodiment, parte de que el concepto de Marcel Mauss, con su conjunción entre lo social, lo corporal y lo cognitivo, es fundamental para la sociología y la antropología del cuerpo; aún así, nota que no pone en consideración que ciertas técnicas corporales responden a exigencias de situaciones específicas, ni tampoco la capacidad que tienen de constituirnos a nosotros mismos en la práctica. Define a las técnicas corporales reflexivas como “aquellas técnicas corporales cuyo propósito principal es realizar un trabajo sobre el cuerpo, para modificarlo, mantenerlo o tematizarlo en alguna forma” (2005: 9; traducción propia); son “técnicas corporales cuyo principal propósito es actuar sobre el cuerpo para modificarlo o mantenerlo” (ibid.: 11), y pueden incluir a más de un agente.
De manera más indirecta, creemos que las huellas de Marcel Mauss pueden encontrarse también en todos aquellos trabajos que abordan la cuestión del cuerpo como producto sociocultural, y especialmente en los que se dedican a estudiarlo en su materialidad y no únicamente a partir de sus representaciones.


El cuerpo como símbolo y como objeto de representación

En el texto clásico Do Kamo, Maurice Leenhardt (1961 [1947]) intentó explorar la noción de cuerpo en los kanakos. Su acercamiento al tema se alinea con una serie de interpretaciones que comparten un enfoque dicotómico que opone la concepción dualista hegemónica en la modernidad, a las concepciones holísticas y no individualistas de las pequeñas comunidades nativas. Más tarde, este enfoque dicotómico fue objeto de críticas: por un lado, en su tendencia a exotizar a las sociedades nativas, a esencializar las diferencias y a definirlas en función de ausencias tomando como parámetro a las sociedades occidentales modernas; por otro lado, en la confusión que hace entre la noción de cuerpo y el sentido vivido del cuerpo. Leenhardt habla de la ausencia de una noción de cuerpo humano individual entre los kanakos, al comprobar que no existía entre ellos una palabra que nombrara al cuerpo humano ni sus partes, sino que estas se nombraban con los mismos términos usados para referirse a las partes o al cuerpo de las plantas, por ejemplo. En realidad lo que no está formulado aquí es una construcción ideológica del cuerpo al modo del dualismo, olvidando que pueden ser posibles otras nociones de cuerpo diferentes y que además estas nociones no tienen por qué tener una correspondencia directa con la experiencia práctica del cuerpo: aunque los kanakos (y otras sociedades) no tengan una palabra específica para designar al cuerpo humano individual, esto no significa que cada individuo no experimente a su cuerpo como propio, además de integrarlo en una totalidad social, natural y cósmica; y tampoco significa que no tengan una “idea de cuerpo”, sino simplemente que no está presente en ellos la idea cartesiana moderna de cuerpo. Si aplicamos este enfoque dicotómico a nuestra sociedad, diríamos que para nosotros el cuerpo y la mente están escindidos, cuando en realidad la escisión es parte de una construcción analítica, tiene que ver como la forma en que pensamos al cuerpo, y no totalmente con la manera en que experimentamos nuestro cuerpo cotidianamente: muchas de nuestras experiencias son eminentemente corporales aunque luego las interpretemos de acuerdo a un sistema simbólico; muchas prácticas corporales repercuten en la subjetividad; muchas veces creemos que podemos influir con nuestra mente sobre los cuerpos y mentes de los otros, y viceversa, o sobre nuestro propio cuerpo; muchas veces no nos percibimos como un individuo totalmente desconectado de los otros y del mundo sino que experimentamos múltiples conexiones; en fin, en múltiples ocasiones nuestro modos de experimentar y entender el cuerpo es holista, aunque no sea el modelo de pensamiento sobre el cuerpo hegemónica en nuestra sociedad. Más allá de estas críticas, el enfoque de Leenhardt es replicado en investigaciones actuales, y su interpretación de lo observado entre los kanakos es compartida por ejemplo por David Le Breton (1990).
A partir de los `80 y los `90, comenzaron a diferenciarse dos grandes grupos de perspectivas teóricas y metodológicas en el campo de la antropología del cuerpo: por un lado, los abordajes estructuralistas y post-estructuralistas que consideran al cuerpo como objeto de representaciones simbólicas, formaciones discursivas y prácticas disciplinares, con Lévi-Strauss, Lacan y Foucault como sus principales influencias; por otro, los abordajes que enfatizan la capacidad constituyente de la corporalidad en la vida social (me referiré a este último grupo de perspectivas en el apartado siguiente) (Citro, 2004).
En la base de toda aproximación al cuerpo desde la antropología socio-cultural existe la creencia en que las culturas y los sistemas sociales construyen cuerpos, y construyen subjetividades marcadas por la relación de los sujetos con sus cuerpos, en una concatenación arraigada entre el cuerpo, el individuo y la sociedad. Inclusive las prácticas relacionadas directamente con la dimensión física o material del cuerpo se realizan y se interpretan dentro del marco sociocultural, y están en constante interrelación con el medio natural y social. En palabras de David Le Breton, “dentro de una misma comunidad social, todas las manifestaciones corporales de un actor son virtualmente significantes para sus miembros. Únicamente tienen sentido en relación con el conjunto de los datos de la simbólica propia del grupo social. No existe nada natural en un gesto o en una sensación” (2002: 9). Los esquemas de diferenciación del orden social y simbólico inscriptos en el cuerpo se naturalizan fácilmente, y así el cuerpo se nos presenta como una entidad obvia, incuestionable. De acuerdo a Nancy Schepper-Hugues y Margaret Lock (1987), pueden distinguirse tres perspectivas a través de las cuales puede verse el cuerpo: aquella que se ocupa predominantemente del cuerpo-sujeto (body-self) individual, en el sentido de cuerpo propio en el sentido fenomenológico de la experiencia vivida; aquella que se centra en el cuerpo social, esto es, en los usos representacionales del cuerpo como símbolo, a partir del cual pensar la naturaleza, la sociedad y la cultura; y aquella que se centra en el cuerpo político, es decir, que se refieren a la regulación, la vigilancia y el control de los cuerpos individuales y colectivos. Para las autoras, lo que debe destacarse es la interacción entre los tres cuerpos (el cuerpo individual, el social y el político), y afirman que en las investigaciones se le debe dar un lugar preponderante al cuerpo individual, viéndolo como “lo más inmediato, el terreno más próximo donde las verdades y contradicciones sociales son puestas en juego, a la vez como un locus de resistencia personal y social, creatividad y lucha”. En suma, mientras hay aproximaciones que se centran en los modos en que el cuerpo es construido (o, en ocasiones, en lo que se le hace al cuerpo), hay otras que se centran en todo aquello que es producido desde el cuerpo (es decir, en lo que el cuerpo hace). Me ocuparé en este apartado de algunos ejemplos dentro de las perspectivas estructuralistas y de aquellas centradas en las representaciones del cuerpo.
En “El hechicero y su magia” y en “La eficacia simbólica” (1994 [1958]), Claude Lévi-Strauss se ocupa del modo en que los símbolos atraviesan los cuerpos, y en cómo este atravesamiento cobra una gran eficacia por medio del ritual. Esta eficacia estaría generada por la analogía de estructuras que funciona tanto en la materialidad biológica del cuerpo, como en el universo simbólico; en esta ecuación se deja de lado el elemento afectivo o vivido del ritual, que también tiene eficacia. De cualquier modo, en el cuerpo se expresa, se sostiene, se replica y se reproduce la estructura simbólica de un grupo social. Así, los fenómenos corporales (como las técnicas del parto y de la curación de los que el autor se ocupa) cobran interés como puerta de entrada a las lógicas de la eficacia del mundo de los símbolos que operan socialmente. Continuando con esta perspectiva, Mary Douglas (1988 [1979]; 2007 [1966]) ha explorado las relaciones entre las estructuras simbólicas y las experiencias sociales, incluyendo las experiencias corporales. Tomando el caso del ritual, es estudiado por ella como un organizador de las experiencias sociales, y como una manera de construir sentido, incluyendo en su indagación la experiencia interna del ritual, lo sentido. De todos modos, la base de estas experiencias constructoras de sentido está puesto por ella en una experiencia social que no es fisiológica (como sí la entiende, por ejemplo, Françoise Hérìtier), sino que es ante todo una experiencia social, que secundariamente pasa por el cuerpo, pero que no proviene directamente de él, de su ser-en-el-mundo. Esto lleva a que el cuerpo sea considerado algo “útil para pensar” lo social, dado su carácter de microcosmos de ls sociedad, del locus de la representación de las jerarquías y categorías sociales; en suma, en el cuerpo se inscriben las concepciones sociales, que encuentran en él un lugar a partir del cual pueden expresarse, legitimarse y reproducirse. Desde esta perspectiva, al entender al cuerpo como el producto de un conjunto de sistemas simbólicos socialmente compartidos y atravesado por significaciones que constituyen la base de su existencia individual y colectiva, el modo de estudiar el cuerpo es observar el lugar que éste ocupa en el fenómeno que se ha seleccionado (un determinado ritual, por ejemplo), enfocando la observación hacia los modos y los mecanismos en que el sistema simbólico opera a través de él. Se trata de dilucidar el sistema simbólico que le da sentido a las prácticas corporales, y a partir del cual es posible explicarlas.
Otra de las aproximaciones teórico-metodológicas sobre lo corporal es la de Denise Jodelet. Esta investigadora parte del concepto de representación social, que, en conjunción con la noción de experiencia vivida, ha aplicado al estudio de las representaciones y experiencias corporales. Define a las representaciones sociales como formas de saber práctico socialmente elaboradas y compartidas, formas de producción de conocimiento por el sentido común, modos de conocer nuestro mundo y elaborar sentido, que nacen y operan en situaciones concretas y que guían y aseguran las regulaciones de los comportamientos y las comunicaciones, permitiendo tener manejo de nuestro entorno, y sirviendo como marcas de percepción/interpretación de la realidad, orientadas hacia la práctica, guiando nuestra conducta y nuestras emociones (1986). Por otro lado, define a la experiencia vivida como la conciencia que los sujetos tienen del mundo donde viven, que puede implicar también, a un nivel más concreto, la dimensión de lo sentido, esto es “la manera como las personas sienten, en su fuero interno, una situación y el modo como ellas elaboran, por un trabajo psíquico y cognitivo, las resonancias positivas o negativas de esa situación y de las relaciones y acciones que ellas desarrollan ahí” (2006: 87). Es una experiencia sentida, que aunque puede ser muy íntima, es también social, y puede estar compartida con los otros en un grupo social. La consideración de la articulación entre las experiencias y las representaciones permite mantener una perspectiva relacional para analizar las visiones y usos del cuerpo. Esas dos instancias se relacionan dialécticamente, cada una hace existir y da sentido a la otra. Por un lado, la experiencia vivida se construye en relación a las representaciones y las categorizaciones sociales, y toma el sentido de ellas, dado que el sistema global de representaciones proporciona los recursos y las herramientas para interpretar las experiencias, mediando en la producción de conocimiento sobre uno mismo y aquello que me pasa. Esto hace necesario analizar las experiencias “a partir de los ámbitos y códigos suministrados por los sistemas de representación en vigor en una esfera social y cultural dada” (ibid.: 95), poniendo en juego un enfoque que conecte lo colectivo con lo singular, lo social con lo individual. Por otro lado, las experiencias refuerzan y sostienen las representaciones sociales disponibles, y también pueden tener un carácter creativo, estructurando de maneras novedosas las representaciones de las que se nutre, siendo el punto de partida de una práctica transformadora; esto ocurre por ejemplo en la transferencia de representaciones de una situación a otra o de una esfera a otra de la vida o del conocimiento, o en la creación de nuevas representaciones. El cuerpo que experimentamos como individuos, es inseparable de las representaciones inscriptas en el cuerpo que lo enlazan con una cultura, una sociedad y un momento histórico. En sus investigaciones Jodelet ha utilizado sobre todo entrevistas en profundidad, muchas veces completadas con cuestionarios extensos que son utilizados como control cuantitativo de las entrevistas, construyendo algunas de sus preguntas a partir de respuestas dadas por los informantes en las entrevistas. Las entrevistas en profundidad buscan conocer quiénes son los sujetos, desde dónde realizan su construcción de representaciones y cómo es este proceso de construcción, cuál es el contenido de las mismas, cuál es el objeto de la representación y cuál es el resultado de la construcción para el objeto, el sujeto y lo social. Se entiende que en la entrevista accedemos al producto de un proceso, y, en el caso de las representaciones acerca del cuerpo, se entiende que las experiencias que se enlazan con ellas podrán ser tanto verbalizadas directamente como esbozadas para luego ser dilucidadas a lo largo del proceso de análisis. A la experiencia corporal, desde este posicionamiento, se accede a través de las representaciones sobre el cuerpo; puede buscarse, por ejemplo, cuáles son las fuentes de referencia invocadas para hablar del propio cuerpo, qué modelos de representación prevalecen, qué tipos de relaciones se describen con el ambiente natural y social, etc. En suma, se llega a las experiencias corporales a partir de cómo se las relata, y del mismo modo, a las representaciones.
Todo estudio de lo corporal centrado en las representaciones posee un fuerte énfasis en los relatos, en lo que los sujetos dicen acerca de las representaciones y los sentidos otorgados a su cuerpo y a los de los otros. Para el análisis de las entrevistas, es muy productiva la utilización de operaciones analíticas intermedias que le den rigurosidad al análisis y que proporcionen justificaciones a las conclusiones a las que se puede llegar. Entre ellas, las operaciones analíticas que prescribe la Semiótica de Enunciados de Magariños de Morentín (1996, 1998), busca dar cuenta de cómo y por qué un determinado fenómeno adquiere en una determinada sociedad y en un determinado momento histórico una determinada significación, y que permite la identificación de las relaciones semánticas en los textos resultantes de la transcripción y re-escritura de los discursos obtenidos durante las entrevistas, identificar las formaciones enunciativas vigentes y compararlas. Con este fin, se aplican las siguientes operaciones analíticas: 1- normalización y segmentación del texto; 2- elaboración de definiciones contextuales; 3- construcción de ejes conceptuales (redes secuenciales y contrastativas). El objetivo es estudiar la significación de un fenómeno social (entre ellos, las representaciones acerca del cuerpo o los relatos de experiencias corporales), y lograr explicar esa significación.


El cuerpo como objeto de relaciones de poder

Las investigaciones inspiradas en la obra de Michel Foucault abordan al cuerpo considerando centralmente el modo en que es atravesado por políticas del cuerpo indivudual (disciplina) y del cuerpo de la población (biopolítica). La disciplina consiste en una microfísica de relaciones de poder que se va enraizando en los cuerpos y los va atravesando, volviéndolos cada vez más útiles y eficientes en un determinado marco de acción, y cada vez más dóciles. Se educa al cuerpo para aumentar su rendimiento, su capacidad, su habilidad, su eficacia. Un cuerpo disciplinado es un cuerpo celular, con un espacio (un cuerpo que tiene asignado un lugar en el espacio junto a otros cuerpos distribuidos cuadricularmente, a la vez que siguiendo una jerarquía) y un tiempo (un cuerpo dividido en segmentos y en repeticiones necesarios para cumplir con un término temporal, con un resultado). La individualidad disciplinaria es una individualidad orgánica (la disciplina se orienta a los cuerpos, y a partir de él a las actividades, las experiencias y los comportamientos) y a la vez combinatoria (la disciplina busca combinar fuerzas, series de cuerpos y series cronológicas, ajustar un cuerpo a otros cuerpos). Por medio de las tecnologías disciplinarias las relaciones de poder se van imprimiendo en los cuerpos, incorporando una determinada relación con las diferentes partes del cuerpo, con el espacio y con el tiempo. Las tecnologías disciplinarias forman parte de la red de somato-poder y de bio-poder que controla y regula a los cuerpos individuales y a las poblaciones. En palabras de Michel Foucault: “las relaciones de poder pueden penetrar materialmente en el espesor mismo de los cuerpos sin tener incluso que ser sustituidos por la representación de los sujetos. Si el poder hace blanco en el cuerpo no es porque haya sido con anterioridad interiorizado en la conciencia de las gentes” (1992 [1977]: 156). Estas redes de relaciones de poder que atraviesan y penetran en los cuerpos tienen una doble forma de ejercicio: la disciplina (o anátomo-política del cuerpo humano) y la bio-política. La primera de las tecnologías de poder, que se desarrolló desde el siglo XVII, se centró en el cuerpo concebido como máquina, involucrando y tratando de asegurar “su educación, el aumento de sus aptitudes, el arrancamiento de sus fuerzas, el crecimiento paralelo de su utilidad y su docilidad, su integración en sistemas de control eficaces y económicos” (Foucault, 2002 [1976]: 168), tendiendo a una maximización de la capacidad productiva y a la minimización de la capacidad de resistencia de los seres humanos a través del control de sus cuerpos. La segunda, formada hacia mediados del siglo XVIII, se centró en el cuerpo-especie, “en el cuerpo transido por la mecánica de lo viviente y que sirve de soporte a los procesos biológicos: la proliferación, los nacimientos y la mortalidad, el nivel de salud, la duración de la vida y la longevidad, con todas las condiciones que pueden hacerlos variar” (ídem), tomando a su cargo estos problemas por medio de una serie de intervenciones y controles reguladores de la población. Disciplina y biopolítica, finalmente, deben ser entendidas como procesos que coexisten y se complementan.
Las investigaciones realizadas partiendo de esta perspectiva se enfocan principalmente hacia el estudio de estos mecanismos, es decir, hacia los modos específicos en que se realiza el ejercicio de tecnologías disciplinarias sobre los cuerpos, o hacia los modos en que en determinados contextos opera el control bio-político de la existencia. Para esto, cobra importancia el uso de técnicas de observación, aplicadas a contextos específicos, que incluyen la observación de los espacios, las distribuciones de los cuerpos, los usos del tiempo, las categorías y jerarquías de los sujetos, los modos de aprendizaje, los grados de formalización, las diferentes reacciones y sus consecuencias, y los resultados que se obtienen a lo largo de la aplicación de las tecnologías, entre otros elementos.
Cuando a las observaciones de contextos donde se ejercen modos específicos de disciplinamiento, se agregan entrevistas donde los sujetos relatan sus experiencias, impresiones y deseos en relación a estas prácticas, en ocasiones puede notarse que de hecho las tecnologías disciplinarias (del mismo modo que otros dispositivos) crean cuerpos y crean sujetos, por medio del atravesamiento que las relaciones de poder hacen de los cuerpos; pero también suele verse en los relatos que ese atravesamiento no ocurre de una manera completa y total. En las entrevistas suelen verse casos que pueden comprenderse bajo la noción de “paradoja de la subjetivación”, con la que Foucault explica que la producción de subjetividades (en algún sentido, la des-sujeción) puede producirse en el marco mismo del ejercicio de las relaciones de poder, que de este modo no asegurarían sólo la subordinación del sujeto a las relaciones de poder, sino que también podrían producir los medios a través de los cuales el sujeto se transforma en un agente y construye su subjetividad. De acuerdo a Michel Foucault, así como la normalización que se ejerce sobre los cuerpos impacta en los sujetos, las prácticas de libertad del cuerpo repercuten en la formación de subjetividades. Entre estas últimas, distingue las ideas de liberación, de las prácticas de libertad. En las primeras subyace la creencia en “una naturaleza o un fondo humano que se ha visto enmascarado, alienado o aprisionado en y por mecanismos de represión” con lo cual “bastaría con hacer saltar estos cerrojos represivos” (1996 [1982]: 95), cuando en realidad esa liberación no podría cumplirse sin la construcción de prácticas de libertad, que definirán formas de existencia. Las prácticas de libertad van más allá de la emancipación de los mecanismos represivos, e implican superar y controlar la apertura de un nuevo campo de relaciones de poder. De este modo, la resistencia está dada por un enfrentamiento al modo en que el poder se ejerce, y conlleva la creación de nuevos modos de vida, fuera del modo establecido de ejercicio del poder. En la perspectiva foucaultiana la subjetivación tiene lugar cuando se producen prácticas de resistencia, de subversión, de creación de nuevos modos de existencia. Sin embargo, no toda agencia es resistencia, es decir, la resistencia es sólo una forma de agencia entre otras. En el post-estructuralismo, la capacidad de agencia contemplada es aquella que toma la forma de resistencia, de subversión o de resignificación, entendidas en oposición a la represión, la dominación y la subordinación. Pero también puede entenderse a la agencia en un sentido más extenso, como una “modalidad de acción”, que incluye el sentido de sí, las aspiraciones, los proyectos, la capacidad de cada persona para realizar sus intereses, el deseo, las emociones, las experiencias del cuerpo. Es sutil el límite entre la construcción de subjetividad y de agencia, por un lado; y, por otro lado, la producción de sensaciones de placer y de libertad que se producen como resultado de la efectividad de ciertas relaciones de poder, y de tecnologías que en gran parte se mantienen gracias a esas sensaciones. De todos modos, esta sutileza se pierde si consideramos que la agencia y la posibilidad de subjetivación (es decir, de construirse a sí mismo como sujeto) sólo está en la resistencia, en el rechazo y en la ruptura de esas matrices de relaciones de poder; de ser así, todo cuanto no sea resistencia sería acatamiento, y hemos visto como también hay agencia y subjetivación dentro mismo de lo construido por las tecnologías de poder.
Ampliando la mirada post-estructuralista, existen perspectivas que intentan una conjunción entre esta corriente y otras, como aquellas inspiradas en la fenoimenología de Merleau-Ponty. Entre estos intentos, podemos citar a Linda Martin Alcoff y a Nick Crossley. Aunque los dos enfoques mencionados a primera vista podrían parecer antagónicos, es posible trabajar con ambos de forma articulada, entendiéndolos como formas de abordar la realidad que son complementarias (Crossley, 1995, 1996). Linda Martin Alcoff, llamando a reconsiderar el papel que desempeña la experiencia corporal en la producción del conocimiento, propone retomar a Merleau-Ponty y sumarlo a la perspectiva del feminismo post-estructuralista que considera que “la experiencia y la subjetividad son producidas a través de la interacción de discursos” (1999: 122). Siguiendo a esta autora, “los intentos por explicar la experiencia como solamente constituida por macro-estructuras fallan al no tomar en cuenta, seria o adecuadamente, la experiencia vivida, personal e individual” (ibid.: 135). Sin negar la inscripción de las estructuras discursivas en los sujetos y sus cuerpos, se debe tomar en cuenta que la experiencia no está producida solamente por la interacción entre los sujetos y los discursos, y que no experimento mi cuerpo como una construcción de estructuras, sino que muchas veces la experiencia corporeizada excede al lenguaje, aunque luego lo interprete desde él; así, se pueden entender la experiencia y el discurso como “imperfectamente alineados, con zonas de dislocación” (ibid.: 127), y a la experiencia como el lugar donde se desarrolla el discurso, no su resultado. En síntesis, se afirma la productividad de completar los informes discursivos de la construcción cultural de la experiencia, con descripciones fenomenológicas de la experiencia corporeizada y de los efectos de la corporeidad sobre la subjetividad en casos específicos y en ciertos tipos de prácticas.


El cuerpo como locus de las prácticas y la perspectiva del embodiment


El concepto de campo es central en la perspectiva de Pierre Bourdieu, en la medida en que permite construir el espacio de juego donde se insertan las prácticas sociales. El capital particular que está en juego (capital económico, social, simbólico, cultural, físico) es el principio a partir del cual pueden distinguirse los campos sociales. Junto con otros conceptos asociados como los de posición, interés, estrategia y creencia, el esquema analítico de Pierre Bourdieu permite dar cuenta de las prácticas sociales. Entre éstos, el concepto de creencia o illusio da cuenta de la relación entre campo y habitus. En palabras de Alicia Gutiérrez, la creencia “no se fundamenta en un contrato explícito entre un individuo y un espacio de juego, sino en una suerte de complicidad ontológica entre un campo y un habitus” (2005: 46). Por ende, la creencia “no es una creencia explícita, voluntaria, producto de una elección deliberada del individuo, sino una adhesión inmediata, una sumisión dóxica al mundo y a las exhortaciones de ese mundo” (ibid.: 41), y es más total en cuanto se ignora como tal, se invisibiliza la arbitrariedad de su escala de legitimidades, en tanto está naturalizada por un conjunto de agentes. Es tanto condición de la entrada y la permanencia en un campo, como producto de la pertenencia a un campo. Partiendo de la idea de que las prácticas sociales son comprensibles desde la interrelación entre un campo y un habitus, y de que el habitus es la intermediación entre la estructura objetiva del campo y las prácticas, la estructuración de las relaciones constitutivas de un campo determinará la forma que podrán revestir las interacciones y el contenido de las experiencias de los individuos, cuyas prácticas son construidas, siempre que estén dadas las condiciones para que esto suceda, por un determinado habitus (que a la vez es generado por las estructuras objetivas) que proporciona esquemas básicos de percepción, pensamiento y acción. El habitus puede entenderse como lo social incorporado o hecho cuerpo, dado que las disposiciones que lo constituyen se encuentran inscriptas en el cuerpo. El habitus es una estructura incorporada, que se ha internalizado y hecho cuerpo de modo duradero. Las condiciones objetivas que se incorporan se convierten en disposiciones más o menos permanentes, que incluyen la postura corporal, las maneras de moverse, de hablar, de oler, de mirar, de percibir, de inventar, de pensar, de sentir, los esquemas de percepción, apreciación, clasificación y jerarquización. El habitus incluye lo que se percibe como lo posible y lo imposible, lo pensable y lo no pensable, lo necesario, lo fácil, lo prohibido, lo que “es para nosotros” y lo que no lo es. Todos estos elementos están inscriptos en las condiciones objetivas, “son objetivamente compatibles con esas condiciones, y de alguna manera preadaptadas a sus exigencias” (Gutiérrez, 2003: 13). El habitus es sentido práctico, producto de la dialéctica entre el “sentido objetivo” (las relaciones objetivas que condicionan las prácticas) y el “sentido vivido” de las prácticas (las percepciones y representaciones de los agentes). Es una estructura estructurante, es decir, un esquema generador y organizador: genera y organiza tanto las prácticas sociales como las percepciones y representaciones de las propias prácticas y las de los demás agentes. Por lo tanto el habitus es productor de prácticas sociales dentro del marco de ciertas condiciones objetivas, pero este marco suele ser más amplio y complejo de lo que aparece a simple vista. Que las prácticas y representaciones de los agentes no sean producto de una elección libre e individual no implica que éstos no tengan ningún margen de acción. La efectividad del sentido práctico se debe a que es “un estado del cuerpo” (Bourdieu, 1991 [1980]: 117), se encuentra incorporado, y por lo tanto naturalizado. En las propiedades corporales se encuentran equivalencias de las diferentes divisiones del mundo social, expresan “las significaciones y los valores asociados a los individuos que ocupan posiciones prácticamente equivalentes en los espacios determinados por esas divisiones” (ibid.: 121). A través de la relación con el propio cuerpo, las determinaciones sociales adscritas a una determinada posición en el espacio social tienden a formar disposiciones constitutivas de una determinada identidad. De todo esto da cuenta la afirmación de que el cuerpo es el locus de las prácticas sociales.
La propuesta de Bourdieu llama a develar, en grupos específicos, cuál es el modelo corporal que se construye como legítimo y cuáles son los sistemas de clasificaciones vigentes, entendiendo que la percepción del cuerpo propio y los de los otros se construyen en relación a ese modelo. Esta perspectiva analítica aplicada a lo corporal ha sido utilizado por ejemplo por Loïc Wacquant, para el estudio de prácticas que se inscriben en el cuerpo (como el boxeo), y que tienen un modo de aprendizaje basado en la incorporación, es decir, en el hacer que el cuerpo entre en la práctica y la práctica en el cuerpo, resultando en un cuerpo modelado por y para una práctica específica, con capacidad para interpretar y ejecutar por su cuenta, sin la mediación de la conciencia, determinados movimientos al detalle. En palabras de Wacquant: “es el cuerpo el que comprende y aprende, el que clasifica y guarda la información, encuentra la respuesta adecuada en el repertorio de acciones y reacciones posibles y se convierte en última instancia en el verdadero `sujeto´ (si es que hay uno) de la práctica pugilística” (2006: 97).
La perspectiva analítica de Bourdieu también ha sido utilizado por Bryan Turner, Steven Wainwright y Clare Williams (2006), quienes han utilizado el concepto de habitus, distinguiendo sus diversos tipo (individual, institucional y coreográfico) aplicándolo a las trayectorias de bailarians y bailarines de ballet. Ellos consideran que el habitus permite algún lugar, aunque sea limitado, para maniobrar, y que pos eso puede cambiar. Así, los habitus son constantemente creados y replicados por las conexiones recíprocas entre agencia y estructura.Rescatan la vinculación que Bourdieu plantea entre la agencia (por medio de la práctica) con la estructura (por medio de las nociones de capital y campo), a través del proceso de habitus. Estos autores han trabajado a partir de la imbricación entre los conceptos de habitus y de embodiment: los cuerpos abrazan y expresan el habitus del campo en que están situados, con ambos se intenta superar las dicotomías entre la acción y la estructura, y ambas ideas permiten superar la separación mente-cuerpo.
Los abordajes que enfatizan la capacidad constituyente de la corporalidad en la vida social, como aquellos que retoman la fenomenología de Merleau-Ponty, buscan comprender todo aquello que el cuerpo hace, su dimensión productora, su carácter de fuente de conocimiento y de experiencias. Recientemente, hay investigaciones sobre reconocen la experiencia primaria de la carne (Merleau-Ponty: 1993 [1945]), su capacidad para producir conocimiento y los efectos de la corporeidad sobre la subjetividad. En palabras de Bryan Turner, el cuerpo “es la característica más próxima e inmediata de mi yo social, un rasgo necesario de mi situación social y de mi identidad personal” (1989:33), y por esto, “percibir el mundo es reflejar las posibles acciones de mi cuerpo sobre aquél. De forma similar, experimento mi cuerpo como mío por medio de mi íntimo y concreto control sobre él” (ibid.: 82). En el análisis de las experiencias y sus conexiones se ve que desde el cuerpo se produce subjetividad, se producen formas especiales de vincularse con el mundo y con los otros, se produce conocimiento.
En las dos últimas décadas, el concepto de embodiment ha tenido una creciente importancia en la antropología del cuerpo. Ha sido definido por Thomas Csordas (1993) como la condición existencial en la cual se asientan la cultura y el sujeto. A esta perspectiva le sigue un enfoque metodológico, la fenomenología del cuerpo, que se basa en el reconocimiento del embodiment como sustrato existencial de la cultura y el sujeto (“necesario para ser”), y en el cuerpo (en el sentido de cuerpo viviente, es decir, en su dimensión biológica y material) como punto de partida metodológico más que como objeto de estudio. Los estudios sobre embodiment, de este modo, no son solamente estudios sobre el cuerpo, sino sobre la cultura y la experiencia, entendidas partiendo del ser-en-el-mundo corporizado (embodied); buscando sintetizar la inmediatez de la experiencia corporizada, con la multiplicidad de sentidos culturales en que estamos inmersos (Csordas, 1999).
Michael Lambeck (1998) ha afirmado que tanto las experiencias monistas como las experiencias dualistas son inherentes a la condición humana. Propone la existencia de un dualismo universal presente en el pensamiento en todas las culturas, entendiendo al dualismo cartesiano como su versión occidental. El dualismo no siempre toma la forma de cuerpo/mente, es decir, cuerpo y mente no son categorías universales, pero sí existe siempre más de una categoría (por ejemplo, la tríada cuerpo/mente/espíritu, o la división entre cuerpo activo y cuerpo vegetativo, entre otras posibilidades) para hablar de los dominios que cubren esos dos referentes. Reconocer el dualismo mente/cuerpo no quita que este dualismo no pueda ser trascendido en la práctica, y tampoco implica asumir una distinción tajante entre fenómenos estables que se relacionan de modo definitivo. Considerando el caso de la oposición que hacemos entre mente y cuerpo, Lambeck entiende que éstas no son categorías contrarias ni opuestas, sino inconmensurables; es decir, esas categorías no pueden ser medidas desde un criterio común, ni existe entre ellas una posición intermedia, ni se excluyen la una a la otra, ni cada una es la ausencia de la otra, ni son suficientes cada una por su lado para describir la experiencia humana; mente y cuerpo están implicados uno en el otro, no hay uno sin el otro. Esta inconmensurabilidad entre mente y cuerpo sugiere que podrán ser producidas tanto ideas monistas como dualistas en relación a la experiencia humana. Como la experiencia humana tiene algo genuinamente dual, entonces los términos para expresarla son inconmensurables. La mente/cuerpo puede enfocarse partiendo desde el modo en que es representado en la mente, o desde el modo en que es incorporado, vivido en el cuerpo. Aún cuando en la mente podamos distinguir mente de cuerpo, convergen en la práctica. Así, “si, desde la perspectiva de la mente, el cuerpo y la mente son inconmensurables, entonces desde la perspectiva del cuerpo, están integralmente relacionadas” (ibid.: 112). Los cuerpos sirven como íconos, índices y símbolos de la sociedad y de los individuos, pero no son sólo eso. En todas las prácticas situadas, las personas y por ende las relaciones sociales no están simplemente significadas sino activamente constituidas por los cuerpos. La subjetividad y la socializad imparten significado al cuerpo y hacen que el cuerpo sea posible; pero también es cierto que el cuerpo no es sólo su representación, y que tiene un carácter productor de la subjetividad y de la socializad.
La cuestión, en suma, no es dar vuelta los valores de la ecuación cartesiana o de trascender el dualismo celebrando el cuerpo a expensas de la mente o reduciendo las categorías mente/cuerpo a una sola entidad. Sino de ver siempre a cada uno a la luz del otro, y tomar en cuenta las dimensiones productivas de esta relación de inconmensurabilidad. Aún entendiendo al embodiment como la conjunción de la mente y el cuerpo, podemos reconocer que las prácticas corporizadas (embodied) son llevadas a cabo por agentes que pueden producir una objetivación conceptual sobre esas prácticas. El embodiment siempre deja abierta la posibilidad para la auto-reflexión y para comprender las implicaciones de las posibilidades de agencia. Los modos en los cuales se establece la dialéctica del cuerpo y la mente “da forma a la experiencia, modela la personalidad y la conexión social, y apoya la agencia en las instituciones políticas, morales, religiosas y terapéuticas” (ibid.: 118).
Las perspectivas de Csordas y de Lambeck son herederas de Maurice Merleau-Ponty, y, más recientemente, de la perspectiva analítica de Pierre Bourdieu y su énfasis en el nivel de las prácticas. Han trabajado a partir del concepto de habitus, y su énfasis en la naturaleza incorporada (embodied), performativa y mimética de la internalización, y especialmente a partir del potencial generador del habitus corporal.
Las implicaciones metodológicas de estas perspectivas incluyen la propuesta de incluir la antropología del cuerpo dentro de una “fenomenología cultural basada en el embodiment”. Ocuparse de fenómenos vinculados al embodiment no conlleva una recolección de datos específicos o de métodos específicos para recolectarlos, sino una actitud metodológica que demanda prestar atención a lo corporal, aún cuando se estén recolectando datos que no tienen que ver específicamente con observación de cuerpos, como cuando se está en un contexto de entrevista. Esta actitud metodológica estaría basada en la sensibilidad de entender al cuerpo como el sustrato existencial de la cultura.
El estudio de lo corporal desde la perspectiva del embodiment plantea cuestiones metodológicas particulares. Diversos autores han destacado la necesidad de no olvidar el lugar que el investigador ocupa en el contexto de investigación, como un sujeto social que produce una mirada sobre otros sujetos sociales. En todo proceso de investigación debe considerarse la reflexividad, y debe tomarse en cuenta que las técnicas de recolección de datos utilizadas en las metodologías cualitativas se ponen en práctica en contextos de investigación de los que la investigadora o el investigador forman parte, influyendo en él con su presencia, sus preguntas y comentarios, e incluso con su presentación y lenguaje corporal, del mismo modo que los sujetos investigados impactan sobre la investigadora o el investigador. Más allá de esto, cuando se investigan prácticas corporales podemos agregar una nueva dimensión al modo en que nos ubicamos como sujetos que investigan. En estos casos, se hace más profundo el problema que surge recurrentemente al momento de interpretar lo interpretado por los actores, cuando nos planteamos la distancia que existe entre los que observamos o lo que nos es relatado en las entrevistas, y la experiencia práctica personal del cuerpo de los sujetos que investigamos. Aunque en general la relación que el investigador mantiene con su objeto es la del que está excluido del juego real de las prácticas que está analizando, las sensaciones y vivencias corporales que pueden ocurrir al poner en cuerpo en la práctica estudiada, son una fuente de información nada desdeñable, y se pueden volver cruciales para comprender las experiencias de quienes sí forman parte completamente del campo que estudiamos.
Una de las propuestas metodológicas para el abordaje de lo corporal es la “Sociología carnal del cuerpo”. Dentro de esta perspectiva, Nick Crossley (1995) ha dicho que la sociología del cuerpo comúnmente maneja un enfoque que se centra en “lo que se le hace al cuerpo” (what is done to the body), observándolo predominantemente desde el punto de vista de su constitución como objeto significativo por discursos y como sujeto de prácticas de regulación o transformación. Frente a esto, propone sumar un enfoque que se ocupe de comprender “qué es lo que el cuerpo hace” (what the body does), otorgándole a éste un rol activo en la vida social, y teniendo en cuenta las bases incorporadas (embodied), es decir, internalizadas en y producidas por el cuerpo, de los constituyentes prácticos y simbólicos de una formación social, partiendo de que el cuerpo no es sólo algo sobre lo que se actúa sino que también es sujeto productor de acción, es decir, el cuerpo actúa. Junto con esto, propone que las ciencias sociales no se detengan en el estudio del cuerpo (of the body), sino que avancen hacia la inclusión de estudios desde el cuerpo (from the body); es decir, que el cuerpo no sólo sea objeto de investigación, sino herramienta y sujeto de conocimiento. Esto último implica dar centralidad al cuerpo actuante del investigador o la investigadora. El fundamento de esta propuesta podemos encontrarla en la necesidad de reconocer y restituir la dimensión carnal de la existencia, frecuentemente olvidada en las ciencias sociales, y de alejarse de las concepciones dualistas. De acuerdo a Loïc Wacquant, la sociología carnal “toma en serio, tanto en el plano teórico como en el metodológico y retórico, el hecho de que el agente social es, ante todo, un ser de carne, nervio y sentidos (en el doble sentido de sensual y significado), un “ser que sufre” (…) y que participa del universo que lo crea y que, por su parte, contribuye a construir con todas las fibras de su cuerpo y su corazón” (2006: 15). Debemos reconocer tanto la implicación corporal que todo conocimiento del mundo y de sí mismo tiene, como la necesidad de incluir el conocimiento producido por nuestras propias experiencias corporales en el proceso de investigación.
En esta misma línea, Renato Rosaldo ha defendido y ha puesto en práctica el abordaje auto-etnográfico, en el que se utiliza la propia experiencia del etnógrafo en función de la comprensión de los objetos-sujetos observados. Considera a las experiencias corporales y emocionales propias como un aporte que no debe desdeñarse al momento de íntentar comprender el grupos social sobre el que se está investigando.


A modo de conclusión


Actualmente, muchas investigaciones del área de la antropología del cuerpo intentan conjugar diferentes perspectivas. Entre éstos, Silvia Citro (2006) propone un abordaje dialéctico de la corporalidad, según el cuerpo es a la vez construido y constituyentes, partiendo de que si bien la materialidad del cuerpo y su experiencia práctica están atravesadas por significantes culturales, esto no significa que los cuerpos se reduzcan a los discursos sociales que en ellos se inscriben, sino que, por el contrario, se reconoce una capacidad creadora y una cierta autonomía en la materialidad de lo corporal, que no puede reducirse al lenguaje. A partir de este reconocimiento de la constitución material-simbólica de la corporalidad, esta autora sostiene que deben integrarse las descripciones fenomenológicas de las prácticas, con la indagación sobre las significaciones múltiples que los sujetos nos revelan en sus discursos.
Todas las perspectivas de la antropología del cuerpo a las que he hecho referencia, desde los enfoques interpretativistas basados en la consideración de las culturas como redes de significaciones (Geertz, 1997), que atienden sobre todo a los aspectos narrativos de la investigación etnográfica abarcando tanto el relato que el etnógrafo realiza de la cultura de la que se ocupa como el relato que los informantes construyen acerca de sí mismos y de su cultura, hasta los enfoques herederos de la perspectiva del ser-en-el-mundo, donde el foco está puesto en los aspectos corporizados tanto de las prácticas que se estudian como del modo de conocimiento que el etnógrafo ejerce, mantienen la centralidad del trabajo de campo etnográfico (formulado por la antropología clásica desde principios del siglo XX) como vía de acceso a los fenómenos que se busca estudiar. Este método es un modo de acercamiento a un objeto de estudio en el que el investigador realiza una inmersión en un espacio social concreto con el objetivo de acceder a la perspectiva de los sujetos investigados, munido de una serie de técnicas de recolección y registro de información (siendo las más salientes la observación participante y los distintos tipos de entrevistas), y de un marco teórico que se va construyendo con el fin de problematizar e interpretar los datos. Si seguimos a Pierre Bourdieu (1998) en la afirmación de que todas las etapas de una investigación (desde la construcción del objeto hasta la elección de las técnicas de recolección de datos y de los procedimientos de organización y los marcos teóricos para analizarlos) implican una elección epistemológica, podemos decir que la opción por el trabajo de campo implica la intención de continuar produciendo conocimiento basado inicialmente en la visión de los sujetos que se busca investigar, sus categorizaciones, valoraciones, percepciones y experiencias. Aún cuando el investigador o la investigadora toman en consideración sus propias vivencias, emociones y experiencias corporales, lo hacen con el objetivo de que éstas abran nuevos caminos para conocer las prácticas, representaciones y experiencias nativas.


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